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Un recuerdo puede matarte

Aquí os dejo una narrativa breve que escribí para un concurso de Sant Jordi.

No tiene nada que ver con mis libros, no obstante, espero que os guste y disfrutéis su lectura.

 

Un recuerdo puede matarte

Antes de abrir los ojos lo primero que sentí fue el olor. Mis fosas nasales se impregnaron de ese olor tan peculiar y desagradable que tiene un hospital. Mis pensamientos daban tumbos por mi cabeza buscando una explicación, pero yo no entendía nada.

Sentía miedo y una parte de mí me suplicaba que continuara con los ojos cerrados. Me decía que volviera a dormirme que despertaría en mi cama y que todo habría sido un mal sueño con un olor peculiar. No obstante, siempre he sido una persona de actuar y mis ojos se abrieron totalmente sin mi permiso.

Advertí que, efectivamente, estaba en la cama de un hospital tapado con unas sábanas blancas con el logotipo del hospital repitiéndose una y otra vez sobre aquella tela. La cabeza me dolía a horrores y no recordaba como había llegado allí. Miré a mi alrededor y vi que sentado a mi lado estaba mi compañero de trabajo vestido con el uniforme de policía.

Vicente, mi compañero, era un hombre de cuarenta años con la cabeza casi calva, medía un metro setenta y cinto y lucía una barriga que no conseguía quitarse por mucho deporte que hiciera. Estaba con el gesto serio mirando el infinito y ni siquiera se percató de que me había despertado.

A pesar de que todo el cuerpo me dolía intenté incorporarme en la cama con gran dificultad.

—¡Te vas a hacer daño! —exclamó Vicente, que se levantó de un salto de la típica butaca azul que tienen los hospitales y me agarro del brazo para ayudarme a incorporarme.

—¿Qué ha pasado? —pregunté confuso.

—Ayer tuviste un accidente de coche, llevas casi un día entero inconsciente.

—No me acuerdo de nada. —Me coloque la mano derecha sobre mi dolorida cabeza.

—Avisaré a la doctora para que venga a verte. —Vicente se puso en pie, atravesó la habitación a paso ligero y salió al pasillo.

En la soledad de la habitación intenté recordar que había ocurrido, pero fue inútil. Miles de imágenes y recuerdos difusos se me aparecieron en ese momento, no obstante, no podía saber que era real y que no.

Con mi mano izquierda palpé mi frente y sentí que tenía un gran chichón y varios puntos de sutura. Mis brazos y piernas también tenían varios moretones. Indagué de nuevo en mi cabeza y me consoló saber que seguía recordando mi nombre y mi dirección, incluso mi DNI.

Poco rato después Vicente volvió acompañado por una chica rubia de bata blanca con el logo del hospital.

—Hola, soy la doctora Pérez. ¿Como te encuentras?

—Como si hubiese tenido un accidente de coche. —Sonreí.

—Tu compañero me ha dicho que no recuerdas como has llegado aquí, ¿recuerdas cómo te llamas? —preguntó la doctora mientras me examinaba los ojos cegándome con los destellos de su linterna.

—Me llamo Rodrigo López Fernández. Mido un metro ochenta, peso setenta y ocho kilos y vivo en la avenida Andalucía, número cincuenta, primero segunda.

—Muy bien —musitó la doctora Pérez—, ¿qué es lo último que recuerdas?

—Íbamos en el coche patrulla…

—Tómate tu tiempo —añadió la doctora, anotando algo en su libreta–. Se que es difícil.

Miré a la doctora Pérez fijamente. Era evidente que tenia razón y que en aquel instante era incapaz de recordar con claridad lo que había pasado.

—íbamos camino de casa de un maleante que trafica con drogas a quien llaman Chanchullos —continué—. En ese trayecto deduzco que fue donde tuvimos el accidente…

—Eso fue hace más de un mes —interrumpió Vicente sorprendido–. Además, el accidente lo has tenido tu solo, yo estoy en perfecto estado.

—Aparentemente tu estado es bueno —dijo la doctora—. Después de un golpe como el tuyo es común tener amnesia durante unos días…, o incluso semanas. Te dejo descansar. En breve vendrá una enfermera con tu medicación.

—¿Te pongo al día? —preguntó Vicente alzando las cejas después de que la doctora se marchase.

Asentí. Me froté los ojos con la mano intentando volver a colocar todo en su lugar.

—¿De tu familia te acuerdas?

—Sí, tengo una mujer y dos hijos preciosos.

—Vale pues entonces desde que fuimos a casa del Chanchullos hasta ahora.

—¿Dónde está mi mujer? —pregunté, ignorando lo que me decía Vicente.

—Se ha ido hace un rato, la pobre lo está pasando muy mal y necesitaba salir de aquí. Ya te pondrá ella al día sobre todo lo que respecta a vuestra familia.

—Vale, continua con el Chanchullos entonces.

—Bueno, hay poco que contar. Desde que fuimos a su casa hace un mes en busca de algo que le relacionara con el tráfico de drogas hemos estado investigándolo sin éxito. Sabe tapar muy bien sus huellas. Bueno, sabía.

—¡¿Le habéis atrapado?! —pregunté sobresaltado.

—No exactamente —dijo Vicente inquieto—. Apostaría a que él es el culpable de que hayas tenido el accidente de coche.

—¿A qué te refieres?

—Bueno…, le han encontrado colgado el puente que hay camino a la comisaria ensangrentado y sin vida. Doy por hecho que le viste, te despistaste y… PUM. Aquí estás —dijo Vicente forzando una sonrisa.

Cerré los ojos y respiré profundamente intentando procesar toda la información que acababa de recibir.

—Por desgracia nos han asignado el caso de su asesinato por ser un posible ajuste de cuentas relacionado con la droga. Como nosotros éramos los que le estábamos investigando sabemos más de su entorno y de lo que le ha podido pasar —continuó Vicente.

—Habla por ti, yo no me acuerdo de una mierda.

Vicente bufó y saco el teléfono móvil de su bolsillo.

—Avisaré a tu mujer de que ya has despertado —dijo Vicente poniéndose en pie y saliendo al pasillo de nuevo.

Haciendo un gran esfuerzo me puse en pie, sin embargo, sentí una enorme punzada de dolor en las piernas y la espalda al hacerlo.

Casi de inmediato la enfermera entró en la habitación con un frasco lleno de múltiples pastillas en la mano.

—¡Deberías estar en la cama! —exclamó con el gesto serio.

—Ya me encuentro mucho mejor. De hecho, quiero pedir la alta voluntaria e irme a mi casa y reincorporarme al trabajo.

—Tú mismo —dijo la enfermera de una forma muy desagradable—. Tomate estas pastillas. Avisaré a la doctora para que te prepare los papeles.

Observé como la enfermera se marchaba enfadada, dejando tras de sí el eco que generaban sus tacones al golpear el suelo, antes de sentarme de nuevo en la cama y tomarme las pastillas. Esperé pacientemente a que la doctora entrara en la habitación, pero en su lugar fue mi compañero Vicente quien asomó por la puerta.

—Tengo que irme —dijo Vicente desde la puerta—. He avisado a tu mujer y ya está de camino.

—Perfecto, porque voy a marcharme. Me reincorporaré al caso para ayudarte lo antes posible.

—¿De verdad te sientes con fuerzas, Rodrigo?

—De lo que no me siento con fuerzas es de estar aquí tumbado sin hacer nada.

—Como quieras, nos vemos mañana entonces. Descansa esta noche.

Una media hora después de la marcha de Vicente apareció la doctora con un puñado de documentos grapados.

—Te he preparado los papeles del alta. Podrás irte a tu casa y volver a trabajar, pero tienes que saber que si te ocurre algo el hospital no se hace responsable.

—Soy consciente de ello.

—En el armario tienes tus objetos personales y tu ropa. Esto es el informe médico y la receta para los fármacos que debes tomar junto a la cantidad de veces diarias. —La doctora me entregó los documentos grapados—. Tienes cita la semana que viene para retirar los puntos de la frente. ¡Que vaya bien!

—Muchas gracias por todo, doctora Pérez.

Me puse la ropa sucia y rasgada que había en el armario, con la que había tenido el accidente, y revisé mis objetos personales.

Dentro de aquella maleta llena de objetos estaba lo normal: mi cartera, mis llaves de casa, un mechero…, sin embargo, hubo algo que llamó mi atención. Entre todos esos objetos había un pequeño USB.

—Hola, Cintia –dije a mi mujer, que acababa de entrar en la habitación.

Unas lágrimas brotaron de sus ojos y corrió hacia mí para darme un fuerte abrazo. Al abrazarla sentí como si me golpearan por todo el cuerpo, no obstante, me sentí feliz de tener a la mujer que amaba entre mis brazos.

—Volvamos a casa —dije, separándome de ella y recogiendo la maleta con mis cosas.

—¿Tan pronto te han dado el alta? —preguntó ella confusa.

—La he pedido voluntaria, estoy bien.

El rostro de mi mujer se ensombreció, sin embargo, no dijo nada. Ya me conocía, no obstante, con su mirada fue suficiente para hacerme saber que no estaba de acuerdo con mi decisión.

Agarré su mano y recorrimos los largos pasillos del hospital hasta que llegamos al parking donde estaba estacionado nuestro coche nuevo. Monté en el asiento del copiloto y no dijimos una sola palabra en todo el camino, me limité a mirar el paisaje urbano mientras pensaba en todo lo que me había pasado.

Al llegar a casa encerramos el coche en el garaje y subí las escaleras con cautela para no caerme. Tras abrir la puerta, mi hija Tania me estaba esperando. Se lanzó a mí y me dio tantos besos que creí que me iba a arrancar las mejillas.

—Ya vale, cariño. Me vas a rematar —bromeé.

—No sabes cuanto me alegro tanto de que estés en casa con nosotros.

—Y yo de estar aquí con vosotros, preciosa.

En el rostro de Tania se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Dónde está tu hermano? —pregunté mientras contemplaba la hermosa sonrisa de felicidad que había en su rostro. Advertí que tras la pregunta su sonrisa menguó un poco.

—Está en su habitación. Como siempre desde que le pasó aquello.

Pasé un minuto en silencio intentando recordar que era lo que le había ocurrido a mi hijo y maldije mi suerte por no ser capaz.

Dejé la maleta en el recibidor y pensé que lo mejor sería ir a verle. Atravesé el pasillo desde el recibidor hasta el otro extremo de la casa que era donde estaba su habitación.

Abrí la puerta lentamente y asomé la cabeza. La habitación estaba ordenada y mi hijo mayor estaba sentado en la silla de su escritorio con el pijama puesto y escuchando música con los cascos. Mi hijo tenía catorce años, media metro sesenta y siempre llevaba la cabeza rapada porque decía que era más cómodo.

—Ya estoy en casa —dije caminando hacia él. Sin embargo, a causa del alto volumen de la música, no se percató de mi presencia—. ¡Hola! —dije alegremente tras separarle uno de los auriculares de la oreja.

Sus ojos color miel me miraron con tristeza, pero de su boca no salió una sola palabra.

—Nathan, ¿te encuentras bien? —pregunté preocupado, no obstante, mi hijo me ignoró de nuevo y continuó escuchando a música a un nivel de volumen que, probablemente, no sería bueno a largo plazo.

Salí de la habitación con aquella batalla perdida y llamé a mi mujer para que me explicara que tontería le había pasado a nuestro hijo para que se comportara de aquella manera.

—¡Cintia! —grité—. ¿Puedes venir, por favor? —Caminé hasta nuestra habitación, enfrente de la de Nathan, y me senté en la cama.

Desde la cama escuché el sonido de sus cautelosos pasos acrecentarse hasta que finalmente entró por la puerta.

—Cierra la puerta, por favor. —Me puse en pie.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—¿Se puede saber qué cojones le pasa al crio? —pregunté furioso— ¡He ido a su habitación y apenas me ha mirado! ¡Estoy cansado ya de estos adolescen…!

—¿De verdad no te acuerdas? —preguntó mi mujer. Una lágrima comenzó a caer por su mejilla indicando que algo iba mal.

—No —dije solemne, negando con la cabeza.

—No puedo revivir esto de nuevo —dijo Cintia entre sollozos, cubriéndose el rostro con las manos.

—Si es tan importante para nuestro hijo necesito saberlo, Cintia, por favor —supliqué.

Cintia se sentó en la cama, se secó las lágrimas que ya cubrían todo su rostro y respiró profundamente.

—Hace tres semanas, a eso de las doce de la noche, recibimos una llamada del hospital. Algo malo le había ocurrido a Nathan. Había salido con sus amigos y debía de haber vuelto a las diez. Pensábamos que, simplemente, se estaba retrasando, cosas de niños. —Cintia fue presa de un aterrador llanto que le impidió pronunciar palabra alguna.

—Tranquila, tómate tu tiempo. Ya estoy aquí. — Acaricié su espalda con ternura.

—Al llegar allí el medico nos dijo que le había encontrado un hombre tirado en el suelo ensangrentado y que le habían sodomizado brutalmente. —Cintia colocó las manos sobre su rostro mientras unas lágrimas de verdadero dolor recorrían sus mejillas.

En ese momento todas y cada una de las palabras de mi mujer me parecieron balas. Unas balas que no dañaron mi cuerpo, si no que atravesaron el tejido y los músculos e impactaron directamente contra mi alma esparciendo los añicos de esta por la cama. Mi mujer, incapaz de continuar con aquello, se marchó de la habitación. Yo me quedé allí. Me tumbe en la cama junto a los diminutos pedazos de mi alma pensando en todo aquello y a la única conclusión que llegaba todas las veces era a la misma: debía de encontrar a ese hijo de puta y encerrarle por lo que hizo.

Tras encontrarle y mandar a prisión a él y a su familia en mi imaginación, me quedé dormido hasta que sonó la alarma del móvil anunciando que ya era hora de ir al trabajo.

Me levanté de la cama en silencio, evitando despertar a nadie. Me fui hasta la cocina donde me preparé un café solo con el que salí a la terraza a fumarme un cigarro mientras me lo bebía como hacia cada mañana. Intenté mantener la normalidad y mis rutinas, pero no podía engañarme, tenía amnesia y mi familia estaba destrozada a causa de la desgracia de mi hijo. Probablemente, nunca volveríamos a ser los mismos. Luego me vestí con la mayor de las normalidades y me fui a comisaria.

Al llegar gran parte de mis compañeros se acercaron a mi para preguntarme como estaba y porque volvía tan rápido al trabajo. A todos les contesté lo mismo: no sirvo para estar tumbado en una cama. El último en acercarse a mí fue mi compañero Vicente.

—¿Todo bien? —preguntó Vicente con preocupación.

—Sí, estoy preparado para trabajar, Vicente. No tienes de que preocuparte.

—Bien, pues vamos. Tengo un soplo de varios pisos francos relacionados con el Chanchullos.

—Vamos —dije con seguridad.

—Quizá encontremos algo o alguien que nos pueda dar alguna pista sobre lo que le ha pasado a ese desgraciado —dijo Vicente camino del coche—. El forense está haciéndole la autopsia, pero ya te puedo adelantar yo la causa de su muerte: una brutal paliza.

—Nadie le echará de menos —dije subiéndome en el asiento del copiloto—. No cabe duda de que el mundo será un lugar mejor sin él.

—Sin gente como él, tú y yo estaríamos en el paro, amigo mio. —Vicente guiñó un ojo con picardía.

—Siempre encuentras palabras para animarme —contesté.

Arrancó el coche y el motor rugió e, inmediatamente, empezó a avanzar. Pasé gran parte del trayecto con los ojos cerrados intentando quitar de mi cabeza los problemas de mi familia y centrarme en el caso. Antes de que consiguiera mis objetivos el coche se detuvo paulatinamente.

Estábamos frente a una planta baja que parecía abandonada por su lamentable estado. Tanto la fachada, pintada de amarillo y desconchada en gran parte, como la puerta, se caían a pedazos.

Ambos bajamos del coche y nos acercamos a la destartalada puerta de madera. Lo primero que hicimos fue llamar al timbre, pero no funcionaba. Golpeamos la puerta sutilmente esperando que alguien se dignara a abrir, pero fue en vano. Tras varios intentos nos alejamos un poco y di una fuerte patada a la puerta la cual, tras un estruendo, cedió fácilmente dejándonos entrar.

Del interior de la planta baja emanaba un hedor repugnante. Un hedor que ya conocía de otras veces, era el hedor de…

—Un muerto. —dijo Vicente con el ceño fruncido mientras desenfundaba su arma.

Desenfundé mi arma y entre detrás de él cubriéndole la retaguardia. Nada más entrar recorrimos el pasillo y llegamos directamente al salón, desde el cual se tenía acceso a baño, habitación y cocina.

Tras unos segundos analizando el salón, donde no encontramos nada más que un sofá y un televisor Sanyo muy antiguos, fuimos a la cocina sigilosamente. Allí sobre la mesa rectangular estaba el cadáver un hombre. Vicente se acercó para examinarle mientras yo cubría la entrada. Instantes después me hizo un gesto con la mano confirmándome que estaba muerto.

Caminé lentamente hasta el baño seguido por Vicente. No me hizo falta entrar, pues era lo suficientemente pequeño como para verlo totalmente desde la puerta y la pequeña y sucia bañera no tenía cortina que taparan la visión. Para finalizar nos dirigimos a la pequeña habitación donde solo había una cama desecha con las sábanas sucias y un armario sin puerta.

—¡Limpio! —gritó Vicente.

—Supongo que no te refieres a las sábanas.

Vicente sonrió.

—Veo que sigues igual de tontaina que siempre —dijo Vicente–. Céntrate y vamos a por el muerto a la cocina.

—Tiene lógica —dije forzando una sonrisa—, el fiambre está en la cocina.

De nuevo en la cocina me plante frente al cadáver. Era un hombre de mediana edad, alrededor de cuarenta años. Tenía el pelo largo ensangrentado a causa de un disparo que había recibido en la cabeza y varios orificios de bala en su torso delgado. En ese momento, respirando el hedor de aquel lugar, reviví el traumático incidente de hacía tres semanas. Recordé la llamada del hospital y todo lo relacionado con eso. Recordé como había muerto en vida aquella trágica noche.

—Del papeleo de este te encargas tú —dijo Vicente ajeno a mi revivido dolor, sacándome de mi trance.

Salí al exterior sumido en mis pensamientos y encendí un cigarrillo. Saqué el teléfono móvil de mi pantalón y llamé al forense para que hicieran el levantamiento del cadáver y la autopsia.

—El primer día desde tu vuelta, no son ni las diez de la mañana y ya tienes un muerto. Estas en racha, chaval —dijo Vicente, dándome una palmada en el hombro.

—Tú, que no eres una buena influencia.

—Pues aún nos queda un piso al que ir antes de comer —añadió Vicente—. Te espero en el coche hasta que acabes de matarte con ese cigarrillo, hace frío.

Calada a calada apuré ese cigarrillo hasta el filtro. Encharcar mis pulmones con nicotina me ayudaba a mantener la calma y a morir lentamente. Abrí la puerta del coche, di el ultimo chupetón y lancé el cigarrillo al suelo.

—Vamos, joder —dijo Vicente molesto.

—¿Qué te pasa, princesa? —bromeé.

—Me ha llamado el come mierda de mi confidente, esta vez ha cumplido. —Vicente arrancó el coche. La espera que generó me pareció interminable, sentía mucha curiosidad por saber que le había dicho—. Me ha dado la dirección con el asesino del Chanchullos.

El coche se puso en marcha con un chirrido de ruedas que dejó marca en el asfalto. Me coloqué el cinturón de seguridad rápidamente, ya que a aquella velocidad era probable que acabara en el hospital de nuevo.

—¿Dónde vamos? —pregunté.

—Está aquí al lado, en el bloque donde viven los okupas relacionados con el Chanchullos.

—¿Quieres decir que le mató uno de los suyos?

—Sí. Irónico, ¿verdad?

—Cuando te juntas con ese tipo de chusma está claro que no puedes confiar en nadie, Vicente.

Justo cuando acabe la frase Vicente detuvo el coche, con un frenazo en seco, y lo dejo mal aparcado frente a la puerta de aquel bloque de pisos mal cuidado.

En el exterior se veía bastante bien, era nuevo. No obstante, cuando entramos en el portal advertí que el interior no se encontraba en el mismo estado. El interfono estaba arrancado y la puerta tenía el cristal destrozado, lo cual fue un alivio, pues pudimos pasar por ahí.

Subimos las escaleras, las cuales estaban llenas de suciedad y cristales rotos, hasta llegar a la segunda planta. Nos detuvimos frente a la primera puerta que encontramos y la única que tenía felpudo. La puerta estaba en buen estado, sin embargo, el felpudo era contraproducente, pues si intentabas limpiarte los pies en el, probablemente, acabarían más sucios todavía.

Toque el timbre situado al lado derecho de la puerta, pero al parecer no funcionaba. Vicente llamó a la puerta golpeando sutilmente con los nudillos y esperamos unos segundos a ver si alguien abría la puerta. Cuando ya nos estábamos preparando para soluciones un poco más agresivas, y contra todo pronóstico, la puerta se abrió unos centímetros. Un ojo marrón junto a medio rostro se asomó por la pequeña abertura.

—Abra la puerta, por favor. Somos policías —dijo Vicente mostrando su placa.

Unos segundo más tarde la puerta se abrió en su totalidad dejando ver la silueta de aquel hombre delgado, seguramente consumido por la droga, y su rostro arrugado con el ceño fruncido.

—¿Jacinto Cantalapiedra? —preguntó Vicente con el gesto serio.

El hombre asintió. Vicente dio un paso rápido al frente y le agarró del brazo.

—Quedas detenido por el asesinato de Javier Ortiz Cantabria, alias el Chanchullos. —Vicente me hizo un gesto con la cabeza para que le colocara las esposas. Por fortuna, Jacinto no ofreció resistencia.

Bajamos con el deteniendo escaleras abajo y le sentamos en el asiento de atrás del coche patrulla. Vicente puso las sirenas y condujo sin demora hasta la comisaria donde aparcamos el coche y subimos al detenido directamente a la sala de interrogatorios, donde un compañero nuestro le leyó sus derechos. Luego le dejamos allí dos horas solo para debilitarle mentalmente. Entramos con un café, un vaso de agua y un cigarrillo que colocamos fuera de su alcance.

—Todo esto puede ser tuyo —dije con mi mejor sonrisa—. Solo necesitamos que colabores. Si vemos que tienes la lengua suelta pues ganaras tu premio. ¿Lo has entendido?

—Sí. —Asintió.

—Como sabes se te acusa de la muerte del Chanchullos —dijo Vicente uniéndose a la conversación—. ¿Por qué le mataste?

—Un ajuste de cuentas. Descubrí que llevaba años engañándome con el dinero de las drogas. —El detenido me miró.

—¿Entonces no niegas haberle matado?

—No. —Negó con la cabeza.

—¡Premio! —dije—. Te has ganado el cigarrillo.

Acerqué el cigarrillo al alcance del detenido y dejé el mechero del bolsillo derecho de mi pantalón sobre la mesa.

—Necesitamos el paradero de María Esperanza Del Monasterio —continuó Vicente—. Según nuestros informes mantenía una relación sentimental con el Chanchullos.

—Ofrecerme algo para convencerme de que vale la pena seguir hablando. —El detenido me miró de nuevo.

—Por supuesto —dije—. Hablaremos con el juez para que entres en un módulo de lujo de la cárcel y tengas una condena reducida. Podremos alegar que lo mataste en defensa propia y cumplirás como mucho diez años.

Jacinto, el detenido, me miró fijamente sin decir una palabra.

—Diez años comiendo gratis y entrenando en el gimnasio es tentador, ¿eh? —añadí.

—Quiero una identidad nueva para mi ingreso en prisión.

—Hecho —dijo Vicente—. Ahora a cantar como los pajaritos.

—Su novia vive, habitualmente, en la calle del encanto en una pequeña y lujosa casa que hace esquina. No recuerdo el número.

—¿A qué te refieres con habitualmente? —pregunté.

—Pues que no siempre está ahí y dadas las circunstancias es probable que ya esté en el extranjero.

—¿Encontraremos algo que les relacione con el tráfico de droga en ese lugar? —preguntó Vicente.

Le acerqué el vaso de agua y el café para hidratarle la lengua y animarle a seguir hablando. Jacinto se bebió el agua de un trago.

—En esa casa debería haber drogas y dinero negro.

Vicente golpeó levemente mi hombro para que le siguiera fuera de la sala de interrogatorio.

—Vamos, a ver si pillamos de una vez por todas a esa chusma.

Caminamos a paso ligero hasta llegar nuevamente al coche.

—Esta vez conduzco yo —dije colocándome frente a la puerta del conductor.

Vicente hizo una mueca, pero me lanzó las llaves.

—No quiero acabar en el hospital —susurró Vicente, casi inaudible.

—Tranquilo, ya estoy en plena capacidad de mis facultados. Además, siempre he conducido mejor que tú, cabezón.

—No obstante —añadió Vicente en un tono de voz burlón—, yo no he tenido ningún accidente.

Ignorando sus palabras arranqué el coche y puse en el GPS el nombre de la calle. Estaba a doce kilómetros de nuestra posición.

—A ver si cerramos este caso de una vez por todas —dijo Vicente—. Estoy cansado de perseguir a estos cabrones.

—Y yo amigo mío, y yo…

Tras conducir un rato siguiendo las indicaciones del navegador, finalmente, nos acercábamos a nuestro destino.

—En cuatrocientos metros su destino estará a la derecha —dijo la voz eléctrica del GPS interrumpiendo el silencio.

Reduje drásticamente la velocidad y miramos cada uno a un lado de la calle en busca de aquella casa. No nos costó mucho encontrarla, pues todas las casas y bloques de allí eran antiguos a excepción de una casa que además estaba en la esquina. Aparqué el coche correctamente cerca de la entrada y bajamos en silencio. Debíamos ser sutiles si queríamos atraparles.

Examiné la fachada durante unos segundos haciendo hincapié en las ventanas que daban a la calle. No parecía haber movimiento en el interior. Luego me acerqué a la puerta, una puerta gris blindada que nos sería imposible forzar. Llamé al timbre continuadamente, pero tras unos minutos de espera y varias repeticiones nadie salió a atendernos. Examiné la cerradura con la intención de forzarla, pero al tocar la puerta noté que se movía y la empujé. Por fortuna estaba abierta.

—¡Espera! —exclamó Vicente agarrándome del brazo—. ¿No te parece que es todo demasiado fácil? Ha confesado el asesinato y nos ha dado la dirección de esta casa sin apenas pensarlo.

Vicente tenía razón. Olía a trampa. Desenfundamos nuestras armas y entramos en silencio. La verdad es que no olía a trampa.

—¿Otro muerto? —pregunté arrugando la nariz.

—Estás en racha, compañero —añadió Vicente con una sonrisa—. Tú revisa esta planta, yo iré a la de arriba.

Asentí y con el arma sujeta entre los dedos caminé hacia delante. Estaba en un pasillo largo en el que lo primero que había a la izquierda era una escalera por la que subió Vicente. Más adelante, a la derecha, había una habitación con la puerta abierta. Asomé la cabeza y comprobé que estaba vacía. Al parecer era una habitación infantil con parte de los muebles de color azul y una litera. Entre en la habitación, abrí el armario bruscamente y apunté con mi arma hacia el interior. Solo unas prendas de niño de unos diez años estaban dentro para recibirme.

Salí de la habitación y continué por el pasillo hasta llegar al salón. No había nadie allí, solo un televisor bastante grande, un sofá gris y una pequeña mesa blanca con un cuchillo de cocina encima. Salí por el lado opuesto del salón y llegué a otro pasillo con tres puertas: dos a mi derecha y una a la izquierda. Me detuve frente a la puerta más cercana, la cual estaba cerrada. Respiré profundamente y la abrí de una patada.

Me había tocado el premio. Aquella sala era un cuarto de baño con el suelo cubierto de sangre. Una mujer desnuda estaba tirada en la ducha, aparentemente, muerta por varios disparos.

Caminé hacia ella cautelosamente y me puse de cuclillas para examinarla. Un fuerte hedor a muerte y podredumbre golpeo mis fosas nasales dejándome aturdido unos instantes. Me senté en el suelo ensangrentado mientras todo a mi alrededor daba vueltas. Solté el arma y coloqué la mano en mi frente. La cabeza me dolía como si me fuera a estallar. Cerré los ojos con fuerza y en ese instante, para mi infortunio, lo recordé todo. La amnesia había desaparecido y mentiría si dijera que no la echaba de menos.

Me puse en pie lentamente pensando en mi próximo pasó y fui al salón. Me senté en el sofá y encendí un cigarrillo, no creo que a la muerta le importase que fumara en su salón. Calada a calada fui ordenando los pensamientos en mi cabeza. Aquella mujer era la novia del Chanchullos, y al igual que a él, la había matado yo. Después había intentado suicidarme fingiendo un accidente de coche, ya que tarde o temprano alguien me relacionaría con sus muertes y eso salpicaría a mi familia. No podía consentirlo.

Tras ese cigarrillo encendí otro y ordené mis pensamientos desde el principio.

Después de recibir la llamada del hospital informándome de lo que le había ocurrido a mi hijo, mi familia quedó destrozada hasta tal punto que éramos incapaces de hablar entre nosotros, ni siquiera éramos capaces de mirarnos. Mi mujer y yo no dormíamos, no comíamos y solo sabíamos hablar para pelearnos echándonos la culpa el uno al otro de lo que había pasado. Sin embargo, en mi interior sentía que yo era el culpable de todo y aquella sensación fue moldeando mi cerebro poco a poco.

Decidí ponerme a investigar por mi cuenta. Ya que no era capaz de recomponer mi familia, al menos intentaría hacerles justicia. Después de dos semanas investigando en mi tiempo libre, y gracias a un chivatazo que me dieron, descubrí que todo había sido culpa mía. El Chanchullos quiso mandarme un mensaje para que dejara de investigarle y lo hizo de la forma más cruel posible.

Compré una pistola en el mercado negro y vine a buscarlo a esta casa, pero solo encontré a su mujer. La interrogué, me dio la dirección del piso franco donde se encontraba el Chanchullos, y luego la maté sin el menor remordimiento.

Conduje apresuradamente hasta que llegué a ese piso franco. Allí encontré a dos personas: el Chanchullos y el cadáver que habíamos encontrado esta mañana en la cocina. Disparé a ambos repetidamente, pero con el Chanchullos quise dar ejemplo y ninguno de los disparos fue mortal. Lo rematé de una paliza y lo colgué del puente camino de la comisaria para que todo el mundo pudiera ver que no era intocable, y que, aunque la ley a veces es insuficiente, los demás también podemos actuar fuera de la ley.

Luego volví a mi casa, en la que nadie salía de su habitación, y grabe un video el cual pasé a un USB, explicando a mi mujer lo que había pasado. En el le explico lo que he hecho y que he decidido suicidarme camino del trabajo porque así cobraría la viudedad y una indemnización. No podía permitir que mi familia se viera salpicada por esto, así que regresé al piso franco para enterrar al otro cadáver.

Cuando entré de nuevo encontré al tal Jacinto examinando el cadáver. Le apunté con mi arma y le dije que tenía dos opciones: Llevarse el dinero que había del Chanchullos en aquella casa y si algún día alguien le preguntaba por su muerte confesar que había sido él, o tumbarse en el suelo con su compañero. Apenas tardó un segundo por decantarse por la primera opción, por eso había confesado con tanta facilidad en el interrogatorio. No obstante, yo no albergaba ninguna duda de que tarde o temprano contaría la verdad, pero si yo estaba muerto y no había juicio, nada le pasaría a mi familia.

Encendí otro cigarrillo. Arrepentido de lo que había hecho, pues seguramente mi familia se destrozaría aún más. Varias preguntas se repetían en mi cabeza una y otra vez: ¿cómo puede moldearse tanto la mente de una persona para acabar viéndolo todo tan difuminado como me había pasado a mí? ¿Cómo no me había dado cuenta antes de que lo que estaba haciendo no era lo correcto? Supongo que cuando algo se resquebraja tanto como lo había hecho yo todo se nubla y solo atendemos nuestros instintos más primitivos.

A raíz del accidente y de haber puesto mis pensamientos en orden, ahora era consciente de que mi familia me necesitaba más a mí que la muerte del Chanchullos, sin embargo, como todas las veces en la vida que nos damos cuenta de algo, ya era tarde.

La desesperación y mi sed de venganza me habían llevado a aquella situación tan complicada y fácil a la vez. Fácil porque sabía muy bien lo que tenía que hacer. Y complicada porque no es agradable agarrar el cuchillo de la mesa y clavárselo uno mismo en el cuello dejándole a Vicente el cadáver de su compañero en el salón como acababa de hacer.

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